Tengo unos zapatos de taco bajo, pero duro. De esos que duelen un poco el talón y castigan los silencios de la siesta. Hoy no tengo otra cosa. Así que me subo y salgo a andar. A buscar eso que siempre recuerdo y nunca tuve. Eso que perdí sin conocer.
Cuando estoy sólo, es cuando más cerca me siento. Respiro tranquilo. Me siento cálido. Me acurruco en lo más pleno del aire. Y taconeo. Taconeo mucho, crudo, tosco. Taconeo para los faroles de esquina, que me iluminan tenue. Y me hacen sentir sólo. Sólo y desprendido. Más sólo que a nada.
Las calles de adoquines en el bajo Belgrano, tienen más eco que nunca. Y mi tácito modo de extrañarte me desarticula. Me pierde. Me funde a esa falta de identidad que se respira en lo bajo de la soledad. A esa identidad común de los que no tienen causas. De los que no tenemos causas. De los que no ardemos orientados. De los que remachamos el alma. De los que andamos con la sangre diluída.
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